EL PRESIDENTE BLING-BLING

Hace unos días vi en un canal televisivo dedicado a la historia un documental sobre la vida privada del primer presidente de la V República francesa, Charles de Gaulle. El reportaje se sostenía sobre unas declaraciones cotillas y exclusivas de uno de los nietos del gran líder. Cuentan que De Gaulle fue un presidente hierático, poco afectuoso y casi frío, aunque no esquivaba sus responsabilidades protocolarias a la hora de tratar con los medios de comunicación. De otra forma, De Gaulle mantuvo una total y tajante reserva sobre su vida privada. Poco se supo qué era de él más allá de su jornada laboral, cuando se supone que disfrutaba de un merecido descanso junto a los suyos.

La figura austera y hermética de De Gaulle se contrapone ahora en cierto sector de la prensa europea al recital mediático que está protagonizando Nicolas Sarkozy, el sexto presidente de la V República. El río Sarkozy se ha desbordado en popularidad desde que el día de Navidad apareció de la mano de la intérprete italo-francesa Carla Bruni, una cantante gauche divine, intello y recitativa, sotto voce.

No parece haber fronteras entre las apariciones públicas y la vida privada del «enfant terrible» de la política mundial del momento. Los llamados intelectuales de izquierda afilan sus dardos contra «Le Roi» Sarkozy, aunque las críticas, por el momento, suelen limitarse a enfatizar la ligereza con la que se presta a ser espectáculo de masas. El periódico «Libération» le califica de «presidente bling-bling», que es una expresión arrancada de los influyentes movimientos hip-hop para designar una línea estética que hace patente la riqueza económica a través de la exhibición de brillantes o joyas caras, con especial predilección por el oro y el platino.

La jactancia con la que Sarkozy exhibe su vida sentimental y sus relaciones con amigos millonarios también le ha servido para que otros le acusen de «berlusconismo» o hablen del nacimiento de Berlusarko, un personaje que en Francia detestarían tanto la izquierda como la derecha.
Y luego, las adhesiones, que también tiene un montón. Que si tiene un coeficiente intelectual de superdotado, que si tiene una formación impecable en Antropología e Historia, que si sus años como ministro del Interior y de Economía le han dado un gran olfato político, que si trae consigo una nueva forma de ejercer el liderazgo y que con él se acabarán las estupideces políticamente correctas. Va servido de ánimos.
Pero lo increíble es la gran capacidad de asombro que la prensa francesa tiene con la peripecia moral de su nuevo presidente. Cierto que De Gaulle era callado, casi una tumba, y que Pompidou fue un gran amante de la poesía, pero sus sucesores tampoco han sido mancos. Giscard, ya se sabe, dejó el Elíseo tras descubrirse que el dictador Bokassa le regalaba diamantes y tras el suicidio de su ministro de Trabajo. Mitterrand, un tipo firme, mantuvo oculta durante 18 años a una hija, Mazarine, fruto de su relación extramatrimonial con Anne Pingeot. Y Chirac, ¿qué decir de Chirac? Un camaleón ideológico de tal calibre que era capaz en el mismo día de afirmar una cosa y, acto seguido, todo lo contrario. Véase la divertidísima película «En la piel de Jacques Chirac», impecable retrato de la política al servicio del pragmatismo posmoderno. Me parece que aún hay jueces franceses buscando a Jacques. Y ahora aterriza el hiperactivo Sarko en mangas de camisa y con unas gafas de sol de la época dorada de Alain Delon. Y todo son alaridos. Pero es que con esos antecesores, ¿qué esperaban? ¿A la madre Teresa?