BOCA COSIDA

La semana pasada les hablaba de Nicolás Sarkozy y del debate abierto en la prensa mundial acerca de la facilidad con la que el presidente del Gobierno francés exhibe en público secuencias de su vida privada. La mayoría de comentaristas, tanto en la prensa progresista como en la conservadora, concluían sus sesudos análisis recomendando al presidente Sarkozy un poco de mesura y algo más de contención a la hora de exhibir sus poderes en el papel cuché. Pero también hay mucha gente a la que lo que haga Sarkozy en la prensa le trae al pairo y lo que les importa es la eficacia o no de su gestión. Me cuento entre ellos como me cuento entre los que piensan que el éxito del «nuevo Napoleón» tiene mucho que ver con el uso de nuevas estrategias de persuasión en el discurso político. Pero ésa es otra historia.

El diario «El País», que es el que más leo, publicó una dura andanada editorial contra la pública exhibición por parte de Sarko del romance que mantiene con la cantante Bruni. Muy enfadado estaba aquel día el editorialista. Tanto que a un servidor le recordó, por tiempos, primero a un censor franquista y más tarde a un celoso rijoso y reprimido, si bien todos sus argumentos se justificaban tras el respeto a las instituciones públicas. Una de las razones que esgrimía el editorialista para denostar la conducta de Sarko era la severa integridad personal que había demostrado François Mitterrand para mantener oculta a sus compatriotas franceses durante 18 años la existencia de una hija extramatrimonial. Mitterrand había sido tan íntegro y firme que había mantenido un secreto de tal calibre sin hacerlo público porque a nadie le interesaba su vida privada. Mitterrand había sufrido mucho y en silencio. Vamos, que había sido como los buenos socialdemócratas, un dechado de rigor ético y compromiso moral, y no como otros vivalavirgen que van por ahí enseñando cadenas de oro.

Bueno, pues a poco que uno haya leído sobre el mandato de Mitterrand sabrá que de «hija secreta» quedaba muy poco cuando don François reconoció y quiso dar su apellido a su Mazarine, fruto de sus amores con Anne Pingeot, una conservadora del Museo D'Orsay parisino. La relación de Mitterrand con Anne y la existencia de Mazarine eran un secreto a voces. A don François no le quedó más remedio que hacerlo público y aprovechó la mayoría de edad de la chica para ello. Con el tiempo, la niña ha ido creciendo y hoy es una novelista más bien mediocre que ha escrito una curiosa autobiografía titulada «Boca cosida» (2005), donde describe con nitidez la particularísima relación que mantuvo con un padre frío y distante. En realidad, la privacidad de la historia era tal que Mazarine siempre creció en domicilios del Gobierno francés, es decir, a cargo del Presupuesto (se ve que así Mitterrand sufría algo menos). Y la presencia de Mazarine y su madre en el funeral de Mitterrand fue decidida tras encuesta popular. Y eso que era la auténtica familia del fallecido. «Fui subastada públicamente», cuenta una exagerada Mazarine.
Ser presidente de un gobierno como el francés tiene que moldear una personalidad muy especial y muy engreída. En esa situación la lucha por controlar cualquier vanidad es una batalla perdida. Pero está tan perdida para Sarkozy como lo estuvo para Mitterrand y como lo estará para sus sucesores. Puede que la exhibición de oropeles de Sarko sea excesivamente efectista o lo que quieran. Pero argumentar que mantener a un hijo en el ostracismo durante 18 años es un hecho edificante santifica la hipocresía como lección de humanidad. No se me alcanza mejor respuesta.